domingo, 22 de julio de 2007

DESDE EL CORAZÓN, DE AMÉRICA, San Carlos de Río San Juan


6 de la mañana, preparo mi maleta y desayuno con mi familia.
Ellos se preparan para ir a una comunión y yo me quedo a pasar la mañana con la abuelita. Ella está triste y yo le explico que intentaré venir tan a menudo como pueda.

Me voy al aeropuerto y dejo atrás el tráfico, los peligros y el dulce encierro con mi familia recién reencontrada.

El trayecto a San Carlos se cubre en una avioneta para diez pasajeros, pipilacha la llaman, un Dragón Khan de 120$ el ticket. Las bolsas de aire nos sacuden y revuelven el estómago, pero la vista es preciosa: el lago, el verde y el río San Juan…
Aterrizamos en una pista enlodada y nos dirigimos al pueblo en camioneta. Aquí la gente sí camina tranquila por las calles, todos parecen adormecidos por una calma resignación, y no les importa la lluvia, parece que nada les pudiera hacer correr.

Descarto el primer hotel por ser demasiado caro y me hospedo en el Costa Sur. La habitación no tiene baño, ni hay agua caliente, ni por supuesto aire acondicionado y ni siquiera está demasiado limpio, pero la gente es agradable y la realidad es que no hay nada mejor aquí.
La dueña tiene una bebita monísima.

Me instalo lo mejor que puedo en mi cuartito de 2x2 metros, no hay armario, ni tampoco perchero, así que dejo mi maleta en el suelo y abro mi portátil para ponerme a trabajar.

Cuatro horas más tarde y medio ciega ya, una compañera y yo salimos a cenar a un restaurante de dos pisos sobre el malecón, la vista es preciosa y los mosquitos gigantes, empieza su festín y el mío.
El servicio es lento pero voluntarioso, la comida rica, pescado del río. Todos los comensales me miran con curiosidad. No hay ningún europeo, de hecho ningún blanquito.
La cerveza de aquí se llama Toña, me parto.
En el camino al hotel veo todo tipo de insectos, enormes, voladores, pequeñitos, reptantes… todos me dan náuseas.

De vuelta a mi habitación me siento a escribir mientras escucho mil ruiditos extraños que vienen de las esquinas de la habitación, de encima del falso techo de madera, del tubo fluorescente del pasillo…
Espirales antimosquitos, repelentes, insecticidas, cacharrito que emite un sonido que les ahuyenta…
Les imagino sobrevolando la habitación y desde un gran angular, morirse de la risa viéndome preparar semejante despliegue.
“A por la rubia”, deben decirse entre ellos.
Me da igual, también me compré una crema para las picadas.
22/07/07

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