sábado, 3 de noviembre de 2007

La sal

Sonó el teléfono y ella contestó con media sonrisa dibujada por haber leído ya su nombre en la pantalla del teléfono.
- Hola niña
Él tenía una voz grave, de mar, profunda y segura.
Hablaron de cuándo iban a verse de nuevo, habían pasado cuatro meses desde la última vez.
Siempre pasaban meses entre una vez y la siguiente.
- ¿Sabes? Hace cinco años que… nos conocimos
- ¿En serio? Hay que celebrarlo, vente.
Ella había balbuceado al decir “nos conocimos”, casi se equivocó y dijo “estamos juntos”. Pero eso no se hubiera ajustado a la realidad.

Decidió ir en tren.
En el camino leyó sin poder concentrarse repasando mentalmente el contenido de su pequeña maletita de fin de semana. Ya daba igual, era absurdo pensar en qué podría haber olvidado. Ya no iba a retroceder.

En la estación esperaba él, se vieron y se abrazaron como siempre. Un beso fuerte en la boca, con mucha más alegría que romanticismo.
Él le dio entonces, y como cada vez que se veían, una pequeña estrella de mar, amarilla y rígida.
Él tenía los rizos alborotados con las puntas quemadas por el sol y el agua del mar, la piel oscura -el invierno nunca conseguía aclararla- y las manos fuertes con los dedos gruesos.
A ella no le gustaban sus manos, evitaba mirarlas.
Él sonreía. Él tiene una bonita sonrisa.
- Vamos a comprar la cena, cocinaré para ti.
- Te he traído un vino que te gustará

Ella había traído una botella de 200 Monges.
Compraron ternera, foie y setas, él dijo que ya había empezado la temporada.
Pararon en un bar repleto de gente. Se apoyaron en una pequeña barra que daba a la calle y bebieron dos vasos de vino. Él saludaba a los conocidos que por ahí pasaban y hablaba con ellos casi olvidándola.
Ella miraba sus caderas que despuntaban por la cintura de sus vaqueros caídos. Él nunca lleva ropa interior.
Bebieron el vino y fueron a su casa. Es una casa muy bonita, con muebles antiguos de madera y muchas plantas. Él cuida más a las plantas que a las personas, debe ser su forma de sublimar su incapacidad de demostrar afecto auténtico.
Mientras él ordenaba las compras ella se acercó por su espalda, le abrazó lentamente y lentamente recorrió con la punta de los dedos los pocos centímetros de cintura de aquellos vaqueros caídos. Le besó entre los rizos y olió el mar.
- Quiero tu sal- dijo ella
En el dormitorio él encendió una vela.
Sobre la cama, clavado en el techo, había un tapiz con un dibujo concéntrico, casi hipnótico. Ella vio moverse los círculos mientras cerraba y abría los ojos.
- Estar contigo es… una delicia- dijo él
- Gracias- contestó ella con una sonrisa
- A veces me pregunto por qué tú y yo no nos habremos enamorado- Dijo él distraídamente mientras ordenaba hierba en un papel de fumar.

Y entonces ella recordó el día que decidió no enamorarse de él.
Hacía casi cinco años ella había ido a Sitges para estar con él. Habían paseado por la playa, era otoño y había poca gente. Ella le miraba y pensaba en lo atractivo que él era e imaginaba cómo sería el futuro a su lado. Pensó en ello como una niña frente al escaparate de una tienda de golosinas a la que alguien le hubiera susurrado al oído “coge lo que quieras”.
Estaba nerviosa, quiso encender un cigarrillo pero el viento se lo impidió, él la agarró suavemente por los hombros y la hizo girar.
- Ponte de popa.
Él era entonces su capitán, pasaba más tiempo en el mar que en tierra. Se habían conocido entre barcos. Ella sintió las manos fuertes cerca de las clavículas y se estremeció.
Después del paseo fueron a la casa de los muebles de madera llena de plantas y él cocinó para ella por primera vez.
Ella sacó del bolso sus cigarrillos y El libro de las ilusiones de Paul Auster, lo vio sobre la mesa y giró la cabeza confundida.
- Estamos leyendo el mismo libro.
Bebieron vino, el acomodó hierba sobre el papel de fumar y hablaron de sus pasados, de sus estudios, de sus trabajos anteriores. Él escuchaba más y hablaba menos que ella. Ella reía explicando sus historias, él era más serio y hablaba despacio.
En algún momento él dijo, distraídamente, que nunca había querido a ninguna mujer.
Entonces ella, como quien libera a un pez de una red, dejó escapar el amor que le tenía preparado.

Y en ese momento él le regaló la primera estrella de mar.

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